domingo, 22 de septiembre de 2013

Oda a los Ramones (Primera Entrega)


Introducción

La lista de reproducción moviéndose al compás de la velocidad de la batería ramonera, no se puede parar con nada, y mis oídos piden más y más frenesí, como un ¡hey ho lets go! interminable. La música de los Ramones es un camión estrellándose de lleno frente a un árbol, más vale ponerse cinturón de seguridad para no salir dañado, como sucede en el pogo de un recital de punk, bailando entre codazos, observando volar algún que otro escupitajo y maravillado por el despliegue de numerosas crestas puntiagudas que van de aquí para allá, entremezcladas con el humo, las luces bajas, el piso mojado, los vidrios transpirados y el éxtasis que se apodera del sótano que oficia de escenario en esta improvisada noche de sexo, drogas y rock and roll. La fiesta está por comenzar con todos los invitados presentes, o al menos eso creemos, que nadie se quede afuera de esta Oda Ramonera, que será entregada en distintos capítulos, tratando de plasmar la "liturgia punk" -si es que estos dos términos pueden convivir- en la que he vivido durante los años de secundaria, y aún hoy continúan en rasgos y características de intransigencia que uno utiliza en la ardua tarea de tomar el mando de control de su propia vida, conviviendo con las contradicciones imperantes y el deseo de lograr la independencia, casi anárquica y utópica, tan anhelada y necesaria como este relato que intento comenzar a desmenuzar en esta noche de sábado.

Capítulo 1

Tuve que poner el corazón en un frasco de veneno



Pablo patea por las calles de la ciudad, en pleno invierno, un sábado por la madrugada. Estuvo esperando el colectivo media hora para viajar 15 minutos hasta su destino predilecto: el recital de una banda amiga que se presentaba por primera vez en las tablas de un bar céntrico, aunque de todos modos alejado de las pintorescas fotos preparadas para los "turistas", quienes se acercan con entusiasmo en cualquier parte del año hacia estas calles rosarinas, que tanta pobreza y mediocridad habita en dosis parecidas. Eran las 23:47, el show arrancaría en cualquier momento y los "tetra bricks" de Vino Toro, cortados en la punta o hacia la mitad, yacían descuartizados en el piso, como Nancy en el hotel, como alguna estrella pasajera de este torbellino punkie.

La gente se agolpaba en la puerta del local, esperando un inicio que cada vez se estiraba más y más, para aguantar que llegara más público. El desfile de remeras de Misfits, Ramones, Sex Pistols, Exploited, Flema, Dos Minutos, Black Flag, Nofx, y alguna que otra de Nirvana, Attaque 77 y Pantera eran el anuncio de la fiesta que llegaba. El rock tenía su liturgia de banderas y bengalas, sin embargo, el punk tiene otros condimentos mucho más "sotaneros" por así decirlo: las remeras distintivas, los parches, las crestas, las cadenas, los tatuajes coloridos, por mencionar algunos, eran los estandartes que portaban los punks para decir "aquí estamos, que empiece el recital". El reloj marcaba las 24:30, la puerta no abría, el frío calaba hondo en los huesos y helaba la sangre, suerte que el alcohol no escaseaba, suerte que una petaca compañera hacia el "tramite burocrático" mucho más llevadero, por así decirlo.

Envuelto en su campera de cuero, Pablo caminó hacia una estación de servicio cercana para hacer tiempo y "escabiar" un poco. El kioskito de Martín estaba cerrado -extrañamente-, una pena, ya que este servidor tenía bebidas a un precio muy barato; recordaba haber parado con los pibes una y mil veces luego de terminar el turno en la sala de ensayo, en su primer acercamiento a la formación de una banda musical como instrumento canalizador de todos los sonidos oscuros y furiosos que se encontraban guardados en un cd de los Ramones que había heredado de su hermano Julián, y el deseo de conocer chicas. Que épocas aquellas, las del descubrimiento del sexo femenino, mucho más si el encuentro era con "Poison Heart" como banda sonora del momento sonando de fondo, como huella de un pasado totalizador, inmortal, imposible de olvidar.

El joven sentía, muy profundamente, que su vida había sido una desilusión permanente, y ya no quería verse así, no necesitaba transformarse en una porquería, no quería consumirse en el dolor para no sentirse un triste títere de esta vida posmoderna que lo acorralaba en sus días de rutina esclavizante. Suerte que tenía al punk rock a su lado para no estar solo, como si fuera un perro callejero que lo guiará por la senda de la creación máxima de la música crítica, anárquica, autogestionada desde las entrañas, sincera e hipócrita a la vez, contradictoria como Joey Ramone y su pensamiento de izquierda y el derechista Johny Ramone, ambos formaban parte del colectivo musical al que Pablo admiraba desde que se calzó una viola, desde que se peinó su primer cresta, en fin, cuando conoció por primera vez los sentimientos hecho canciones de los Ramones, la legendaría banda punk de los 70 que siguen llenando nuestros corazones de dosis de veneno, un placer imperdonable, un pecado necesario.

Alguien puso algo en mi cerveza

Las puertas del infierno se abrieron de par en par y toda la procesión de pibes y pibas se encaminó hacia el primer paraje de este ineludible procedimiento: la chica que te cobra la entrada de 10 pesos. Una vez abonados, ahí si, ya se puede disfrutar de las luces bajas y los ruidos altos. Hacía allí fue Pablo, a disfrutar del encuentro con el punk, con aquella música que había llenado sus expectativas durante horas y horas en su cuarto, en reuniones con amigos, en el baño de la escuela con la compañía de un cigarrillo, donde soñaba con subirse a un escenario por más pequeño que fuese, ahí estaba Pablo, expectante por ver y escuchar sonar a sus compañeros de ruta musical.

¿Pero que sería de una noche de punk rock sino se toma una birra? y así fue, ni lerdo ni perezoso, nuestro amigo se acercó a la barra del local y pidió una cerveza, servida en vasos de trago largo, brillante, lo encandilaba su espuma, que parecía un volcán en erupción; se escapaba por todos los costados ese bello néctar inventado por el hombre y la utilización de la naturaleza, bendecida por la levadura, bendecida por los labios que la beben, bendito sea el creador de la cerveza, parecía expresar Pablo en cada sorbo, con los ojos cerrados, como besando a una mujer en pleno acto romántico, ansiando con tocar su cuerpo para elevarla al máximo placer, en cada rincón, hasta hacerle vibrar la última célula de su humanidad.

A lo lejos observó, perdida entre la multitud, a una morocha que lo deslumbró. Caminó hacia ella con el vaso frío en la mano, esquivando cuerpos poseídos por el frenético y voraz horror punk de los Misfits, brillantes charcos de vómito y perdiéndose entre el vapor de sudor, cigarrillo y otras hierbas. Ella bailaba, y como. Él la deseaba e iba camino a sumergirse en su mundo, como minutos antes lo había hecho con su trago amarillo y espumoso.